miércoles, 13 de marzo de 2013

EL TESTAMENTO DE ARMANDO BUSCARINI, EL POETA MALDITO

         I
Tuvo que ser
en la Calle de Alcalá,
tuvo que ser
en Madrid,
tuvo que ser
en una capital
donde el poeta bohemio
viniera a ser
querido por los suyos
aquellos que le venían a ofrecer
un poco de amor
con el que tejer
nuevos poemas
con los que poder comer
y vino por aquellos tiempos
el poeta a sufrir
de ese querer ser
algo más que un poeta
que se dejaba vender
por dos cincuenta pesetas
y un café.

Le miraban de reojo
pues no querían entender
que el poeta de los pobres
pudiera ser
un escritor como ellos
de pajarita, sombrero y buen ver
y por ello Armando Buscarini
no cedió
y al revés
se hizo fuerte
en aquello de morir sin saber
lo que en vida fue.

          II
Es su lectura misericordia pura,
anhelos,
vida y ser
de un personaje
y niño a la vez
que se lanzó a la calle
para comer
y como podía vendía
sus poesías
en un Madrid
y en una calle Álcala
que se vino a conocer
con el nombre de Buscarini
y él
de todo un poco
en eso de escribir
dio a Madrid su vida y ser,
algo más, he llegado a entender,
de lo que el resto de escritores jamás pensaron ofrecer.

      III
En la villa y corte
no pudo ser Rey
ni aún queriendo
ser otra cosa
que un pobre pidiendo unas monedas con que comer
lo pudo ser.

En las tertulias
a las que acudía para ofrecer
sus poemas
se le tenía ¡vaya vanidad la de aquella tropa de vermut y café
por un pobre lelo,
por un pobre
más que de esos de temer
de esos de darle unas monedas
para que vuelva otra vez.

Él, poeta roto por la vida,
él, que quería ser
en aquel Madrid
con sabor a café
uno más,
pero solo se encontró
nuestro poeta en este quehacer
y temiendo la vida perder
hizo su testamento
para que lo pudiera leer todo un  Rey.

Él, murió
y solo, él,
Armando Buscarini,
nos puede ofrecer
esa poesía desgarrada
y ese saber entender
que con la muerte se iba  él
pero nos quedaba
como debe ser
su poesía y obra
para que la podamos leer.

Autor de la poesía: José Vte. Navarro Rubio



 

FUENTE: http://www.la2revelacion.com/?p=336

ARMANDO BUSCARINI, Memorias y olvido, I

MIS MEMORIAS, Armando BuscariniPodría decirse que una de las particularidades de la vida, por supuesto a posteriori, de Armando Buscarini, además de ser una ironía para quien luchó con un ahínco y una pasión extraordinarios (y un autoconvencimiento que hubiera sido casi enternecedor de no haberse combinado con una existencia terrible) por alcanzar la fama inmortal, es el hecho de que por su particular nombre pueda parecer de entrada, y paradójicamente, alguien inventado.

También que otra de ellas podría ser, sin duda, que las memorias que están propiciando al menos el comienzo de estas líneas fueron inusualmente precoces; tanto, que se escribieron cuando contaba con sólo unos veinte años de edad, allá por 1924. Y que otro detalle que podría añadirse inmediatamente al hilo de este es que, a pesar de ello, no se cuentan años menos cansados, no se desgranan historias más alegres y menos gastadas que si pertenecieran, cayendo sólo por un momento en tópicos, a un viejo poeta.
Pero no voy a ser muy original esta vez. Comenzaré por el principio.
Es Juan Manuel de Prada, con la contribución de la localidad natal de Armando García Barrios (Ezcaray, en La Rioja española) quien se encarga en 1996 de rescatar y reeditar estas Memorias, como ya hiciera primero con la figura en sí de Buscarini, permitiéndole volver a formar parte de la bohemia madrileña de principios del siglo XX una vez más, aunque fuera ésta como personaje de ficción en su novela Las máscaras del héroe, y más adelante a través de una semblanza centrada exclusivamente en él: Armando Buscarini, o el arte de pasar hambre.
Título nada al azar. Con apenas quince años, y tras la que fue probablemente única época de su vida sin demasiadas tristezas (a los once ya escribía cuentos que leía a sus compañeros de colegio, «de temas sentimentales, pero sin llegar a lo cursi», como comentaría tiempo después…), llega de la mano de su madre a una ciudad como Madrid, en la que el hecho de ser hijo de padre apenas intuido (y del que, sin embargo, toma el apellido, Buscarini) pueda pesar menos sobre los dos, y los opúsculos poéticos que ya consigue publicar, destaco de nuevo que siendo apenas un adolescente recién llegado a la capital, empiecen a allanarle el camino hacia la gloria y el reconocimiento mundial a los que aspira con convencimiento pleno.
Porque el que se ha dado en denominar, en el afán clasificatorio, equiparador y comparativo que nos puede hoy en día casi siempre, como el peor escritor español, como una especie de Ed Wood literario, como el paradigma de poeta maldito, fue también, a pesar de estar enfermo, de pasar hambre, de sus faltas de ortografía (se equivocó con una estrella, una vez. Y creó «fulgaz». Breve. Y brillante), uno de los más honestos con la literatura, de los que más luchó por darle, a su manera, absolutamente todo lo que fue capaz, de los que recorrieron por aquel entonces sin descanso en ese empeño las calles de Madrid cuando hizo falta.
Y digo bien, recorrieron: lo mismo estaba Buscarini a las tres de la madrugada aguardando en la calle Méndez Álvaro el regreso del redactor-jefe de La Libertad, don Antonio, (de Lezama, uno de los periodistas más perseguidos durante la dictadura de Primo de Rivera, y que debió acabar, al parecer, bastante hastiado de Buscarini, aunque le publicó numerosos poemas en su sección de «Líricos Modernos»), tal como narra el poeta en uno de los capítulos de sus Memorias, preocupado por las aparentes demoras y con el objetivo de velar sin descanso por la publicación de sus escritos, como llevaba a cabo antes, por el día, una venta más que directa de sus libritos por las mesas de los cafés (tras haber conseguido descuento en las imprentas gracias a su insistencia), sobre todo en las que encontraba (en el Café Gijón, o en Pombo) a escritores como César González-Ruano, Ramón Gómez de la Serna o Rafael Cansinos-Assens (que luego hablarían de él en sus memorias) y a los hermanos Álvarez Quintero, Eduardo Marquina, Alfonso Vidal y Planas, Emilio Carrere o Alfonso Hernández Catá.
El recorrido y su perseverancia se completaban, a falta de otra mejor, con la solución de un puesto callejero en Alcalá y el eslogan: «¡Hay que ayudar al poeta!»…
Pero estamos yendo un poco deprisa.
Tras publicar en 1919 Ensueños, Armando Buscarini podría haberse unido a las corrientes ultraístas de la época; lo trágico-heroico había ido cediendo ante lo trágico-absurdo. Los ideales, fines, adversidades románticos se habían ido desdibujando, dejando paso a un mundo de valores relativos que obligaban, al cesar el sueño poético romántico, a enfrentarse con el desencanto de las más pesimistas conclusiones. Sin embargo, Buscarini optó por reafirmarse en su romanticismo trasnochado, adoptando y aceptando su lugar en la bohemia madrileña (que para algunos era el pretexto ideal para vivir despreocupadamente y a su modo, y que para el propio Buscarini, y como dice el psiquiatra Alberto Escudero Ortuño en su obra Por los caminos de Hipócrates, era «hambre, tuberculosis y cama en el refugio maloliente que había en la Corredera Baja de San Pedro»).
Todo ello, y las adversidades diarias inevitables en la lucha por alcanzar la gloria como poeta, los desplantes en forma de frases y actitudes por parte de otros escritores, como las que aparecen en el capítulo Lo que me han dicho algunos escritores, que provocan tanto la risa como todo lo contrario, todo ello, como digo, empezó a hacer verdadera mella en Buscarini. Comenzaron por aquel entonces a esbozarse a través de la aparentemente mala relación con su madre los síntomas (supuestas agujas en el pan, veneno en los medicamentos…) de lo que se convertirán posteriormente en desequilibrios psíquicos fatales, y de los que es un exponente claro el capítulo Los huéspedes portugueses de sus Memorias.
No es raro, pues, que acabaran sumándose a sus recorridos nocturnos las visitas al Viaducto, el único punto que le hacía coincidir de alguna manera con los ultraístas, y el que era testigo de cómo Buscarini trepaba sobre su barandilla, dudaba durante unos minutos, contemplando la losa partida en cuatro pedazos a fuerza de golpes de cabezas estrelladas, allá, abajo, a unos metros, y optaba finalmente, empujado por la esperanza de fama que creía aún venidera, por posponer el suicidio y correr al refugio de turno para seguir escribiendo.
Y de esta manera fue creciendo Buscarini, sin duda «sobre las cenizas de una niñez marchita, extraviada de locura y de soledad», como comenta de Prada en Armando Buscarini o el arte de pasar hambre.
En una de las ocasiones en las que se le entremezclaba tanto el asomar al Viaducto por iniciativa verdadera, como por llamar la atención, como por pretender el chantaje que obligara a la compra de sus libritos a los transeúntes (Valle-Inclán no se libró tampoco de sus apelaciones: al parecer, y como respuesta a un «¡Don Ramón, deme un duro que, si no, me tiro por el Viaducto…!», él le contestó, con guasa cruel: «¡Hombre! Espero que se tire con elegancia…») su supuesto intento de suicidio desembocó en detención y en la primera visita al manicomio.
Nada más elocuente que su manera de contarlo, aunque no le reste precisamente patetismo, esa especie de sentimentalismo extraño que impregna casi toda su obra y que produce sensaciones encontradas, para describir lo que supuso:

LA CAMISA DE FUERZA
«(…) Después, cuando en mi alma se despertaron nuevas sensaciones y en mi pecho se avivó la llama de una ansiedad desconocida, escribí mis primeros versos, aromados de fragancias misteriosas, y entré en el calvario. Los periódicos eran hostiles a mis anhelos y no me hacían ninguna concesión literaria. Y me vi solo, en medio de la calle hosca, agarrotado por la miseria, que clavó sus garras de escorpión en mis carnes escuálidas. (…) Duros días de sed y de intemperie, piedras que alguien arroja y hacen sangre siempre. Un día me sentí morir. La piedad de un buen amigo me hizo entrar en el hospital, donde los médicos, humanitarios y santos, se prestaron solícitos a salvarme. No recuerdo el tiempo que allí estuve. Sólo sé que me acribillaron con inyecciones, y que con trabajos insuperables consiguieron volverme a la vida; y, sin abrigar rencor para nadie, volví a la lucha.
Al marcharme, se quedaron desilusionados los enfermos, porque yo les hacía menos pesadas las horas, halagándoles con la caricia inefable de mis versos.
(…)
Volvieron las negras guerras por la vida, y la desesperación me arrastró tres veces al borde del Viaducto, no con el propósito de privarme de la existencia, sino con el de llamar la atención de la sociedad por su desdén y justificar lo que ella hacía conmigo. No era yo quien pretendía suicidarse. ¡Era la sociedad la que me estaba suicidando a mí!
Pero la última vez que urdí la estratagema, me detuvieron los guardias y me encerraron en una sala de dementes, y me amarraron a un banco con una camisa de fuerza por hacer manifestaciones de rebeldía contra los secuestradores de aquel departamento.
Durante seis horas soporté estoicamente aquella lona fatal, que se ajustaba al pecho igual que una coraza y me causaba una horrible opresión.
¡Sentía la asfixia! ¡Me ahogaba!
(…)
iNo quiero volver al Viaducto! ¡No quiero que me encierren en los calabozos obscuros con asesinos y ratas! ¡No quiero dormir en los bancos! ¡No quiero que me pongan la camisa
Pues deben saber que la única vez que he estrenado una camisa, ha sido de fuerza.»

 

Salió de aquel lugar enloquecido y abotargado por la cantidad ingente de inyecciones que su cuerpo se había visto obligado a asimilar, ya débil y enfermo. Comenzó a mezclarse con los que vivían de día y de noche en las calles, comiendo trozos de pan duro y durmiendo en cualquier parte junto a otros casi tan enloquecidos y débiles como él mismo. Sin embargo, la poesía ejerció en aquellos momentos el papel de salvadora: la retomó con más ahínco que nunca, ignorando las trabas que suponían el ritmo, la rima y la métrica y volcando en ella toda su ingenuidad, toda su predilección por la muerte y su concepción romántica, toda su melancolía y su lirismo exaltado y, sobre todo, el sentimiento enfrentado a la sociedad que le oprime y que no le comprende. De aquella época es Orgullo, una declaración de fe tan obstinada en el poder de la poesía que debió sorprender a los críticos que llegaron a leerla por el alejamiento total de las modas del momento, y que justificaría por sí sola los esfuerzos desesperados del poeta por sobreponerse a sus crisis (ya cada vez más frecuentes) con la ayuda de la pluma:

ORGULLO:
«Aunque sufra del mundo los desdenes
de mi vida de artista en la carrera;
aunque pasen altivos a mi paso
los hombres de alma ruin que nunca sueñan;
aunque salgan aullando a mi camino
los famélicos lobos que me acechan
con la envidia voraz; aunque en mi lucha
hambre y frío sin límites padezca;
aunque el mundo me insulte y me desprecie
y por loco quizás también me crean;
aunque rujan tras mí ensordecedoras
tempestades de envidia; aunque me vea
harapiento y descalzo por las calles,
inspirando piedad e indiferencia;
y, en fin, aunque implacables me atormenten
las más grandes torturas, aunque vea
que a mi paso se apartan las mujeres
por ver con repugnancia mi pobreza
(pero quizás ignorando de mi alma
el tesoro de ensueño que se alberga),
nada me importará, porque yo siempre,
caminando sereno por la tierra,
con el alma latiendo por la gloria
y flotante a los vientos mi melena,
iré diciendo al mundo con voz fuerte,
¡con voz en la que vibre mi alma entera!:
-Es verdad que yo sufro; pero oídme:
¿qué me importa sufrir si soy poeta?»

Buscarini, a pesar de las desacreditaciones (tanto del público analfabeto como del que se consideraba culto) y de su incomprensión, continuó escribiendo tras aquello; pero fue adquiriendo un marcado cinismo, una actitud nueva que se contraponía a veces a su dignidad de adolescente, haciéndole colocar, por ejemplo, carteles con estas frases alrededor del puesto ambulante que seguía instalando en la calle de Alcalá: «Con la serenidad se dominan los acontecimientos y los hombres»; «el riesgo es el eje sublime de la vida»; «ayude usted al Poeta más grande que ha tenido España»; «la sonrisa es mi talismán; la sonrisa lo vence todo; la sonrisa es la clave del éxito»; «mi corazón me dice que te regale un libro; mi cerebro me dice que lo pagues…»
Durante aquellos meses conoció a Elena, casi una niña pero ya sifilítica, en uno de los paseos del poeta por las orillas (llenas de niños desnutridos, prostitutas y vagabundos) del Manzanares. Y se amaron por un tiempo, hasta que ella se cansó de las promesas de una gloria supuestamente inmediata; le abandonó, instalándose en un burdel de la calle del Amparo que dirigía una mujer conocida entre su gremio como «La Cibeles». Aparentemente, esa vida le resultaba preferible a la que llevaba junto a él.
Entonces comenzó Buscarini una nueva etapa de su existencia, aún más aturdido y enloquecido por aquel último golpe que le asestaba un Madrid cada vez más hostil. Se hospedó en la pensión de Han de Islandia, lugar de reunión de toda clase de bohemios, pillos y demás personajes marginales, y donde no se escatimaban pulgas ni piojos para sus huéspedes. Combinó su estancia allí con las visitas a diferentes hospitales y manicomios, las camisas de fuerza y los sedantes y curas de agua helada y bofetadas. En los días en los que su cárcel era más amplia (cuando le permitían salir del manicomio de turno) paseaba su furia por esas calles que se reían de sus pretensiones gloriosas y que se burlaban de sus intentos de suicidio.
La combinación entre la desesperación y la enfermedad se hacía cada día más poderosa; se iba superponiendo con más frecuencia el Buscarini roto, loco, cínico, al antiguo poeta digno y de ingenuidad casi irrisoria. Su actitud comenzó a ser extrema, provocando reacciones diversas entre los que le conocían: Ramón Gómez de la Serna le vetó la entrada en Pombo llamándole «poeta absurdo» y «sablacista», y Cansinos-Asséns (que alguna noche le rescataba del Viaducto para darle primero un plato de comida y emborracharle después) escribía así sobre él en sus memorias:
«¿De dónde ha venido este pobre muchacho, extraña mezcla de candor angélico, y de astucia diablesca, cuyo rostro moreno, con sus ojos negros, grandes, estrábicos y alucinados, y sus orejas semejantes a alas de murciélago, muestra signos evidentes de anormalidad y hasta de delincuencia, pues recuerda lo que hemos visto en las ilustraciones de Lombroso? Hay algo de falso, de premeditadamente astuto en la aparente humildad con que este Armando Buscarini se acerca a uno, la sonrisa en los labios, y lo llama maestro.»
Sin embargo, a lo largo de todas sus vicisitudes se mantenía la idea central de su vida que seguía siendo, por supuesto, escribir poesía, y conseguir la fama que esperaba trajera consigo.
Así, haciendo caso omiso (al menos, hasta cierto punto y en los momentos de serenidad) de los desprecios continuos, consiguió algunas menciones y consideraciones en el mundo que le cerraba de ordinario todas sus puertas: entre sus mentores figuraban Eduardo Marquina, Alfonso Hernández Catá y, sobre todo, y como ya comenté con anterioridad, los hermanos Serafín y Joaquín Quintero, siendo éstos últimos los que más repitieron su (por otro lado inútil) apoyo a Buscarini, en parte por cierto interés verdadero, y en parte también por los chantajes sentimentales a los que les sometía en sus momentos más dramáticos (si daban muestras de negarse a acceder a sus peticiones monetarias, anunciaba su próximo ahorcamiento u otro desenlace similar para sus tormentos).
Gracias probablemente a estos esporádicos momentos de atención que le dedicaban algunos de los escritores afamados de la época (la mayor parte de los cuales, sin embargo, pasaría a engrosar como el propio Buscarini parte de la larguísima lista de los olvidados) llegó por fin una gloria que resultaría finalmente un espejismo, pero que bastó para que quedaran impresos, en publicaciones como La Libertad, como comenté hace unas líneas, o El Imparcial, algunos de sus versos. Incluso pareció que la fortuna accedía por fin a permitirle enderezar su vida maltrecha, ya que el director del segundo periódico mencionado, Ricardo Gasset, le procuró un puesto de gacetillero que, desgraciadamente, Buscarini tuvo que abandonar, presa de las fiebres y las crisis que se agravaron bajo el azote de una sífilis devastadora (no se sabe si real o imaginaria, dado su estado mental más que precario por esas fechas).
Y en aquellos días llegó por fin el poeta al paroxismo de su desesperación. Sentía cómo cada intento de progreso se perdía bajo las alucinaciones y las consecuencias ya incontrolables de sus ataques de furia y de sus crisis de identidad; y era precisamente eso lo que le martirizaba: era consciente de su degeneración, tanto mental como física.
Con apenas veinticinco años asistió impotente a la caída de sus cabellos, al debilitamiento acelerado de su cuerpo maltratado, y a una parálisis progresiva que terminó postrándole en la cama.
Tan sólo podía escribir.
De pronto, desapareció.



El 9 de junio de 2011 hace 71 años del fallecimiento del poeta bohemio Armando Buscarini como consecuencia de una tuberculosis en el manicomio de Logroño. Once años antes de que eso ocurriera escribió este disparatado testamento dirigido al rey Alfonso XIII bajo la amenaza de su inminente suicidio. Salvo las “ediciones soberanas” de sus poemas, poco más se le ha concedido:
 



Señor:

Perseguido por las injusticias de la sociedad que me negó el sustento, el trabajo, el cariño y la fama; acorralado por la multitud de enemigos, envidiosos de mi Arte, que se cebaron en mis actos privados para hundir y exterminar mi genialidad y aniquilar los proyectos grandiosos que tenía para el futuro; habiendo sido arrollado y asesinado en el Departamento de Dementes del Hospital Provincial, donde se me secuestró en tal día como hoy, 22 de mayo, por medio de cuatro hombres, y mi señora madre que ayudó a ellos; viéndome perdido completamente, es decir, con vida insegura, puesto que la aguja finísima que colocaron entre el pan taladró el corazón al tomar el camino de un divertículo que en la garganta tenía y que previamente habían observado con los rayos X médicos enemigos y cómplices de mi madre; comprendiendo, en definitiva, que mi situación en el mundo es desesperada puesto que además de vivir con poca vida me veo privado de la libertad, de las comodidades y de los placeres, he decidido eliminarme por medio del ácido prúsico que ingeriré hoy mismo; o, en su lugar, por medio de una cuerda: es decir, ahorcándome. Como el hecho violento que pienso realizar ha de repercutir en todo el país produciendo la natural expectación, espero de Su Majestad el Rey Don Alfonso XIII y de la Reina Doña Victoria Eugenia la completa rehabilitación de mi memoria mancillada, el reconocimiento absoluto de mi talento y condiciones formidables de artista y cincelador de maravillas, por medio de un gran monumento que se erija en una gran plaza pública.

Y al mismo tiempo EXIJO de la JUSTICIA HUMANA el encarcelamiento de mis asesinos y la ejecución en público de la persona que colocó la aguja, origen del asesinato de que fui víctima. Pues ha de comprenderse que la pérdida ha sido ENORME para el país y que el país, ante tan enorme pérdida, no puede ni podrá permanecer impasible; ni tampoco conformarse y menos aún resignarse. Se ha robado una especie de Goya literario, a quien deben rendir tributo todos los españoles.

Y como no se puede robar nada ni distraer nada al porvenir común, espero la reparación, no sólo por parte de España, sino por parte de todos los países, incluyendo América; y al mismo tiempo deseo que de mis poemas se hagan ediciones soberanas con láminas y cromos de colores; y deseo que se divulguen mis versos por toda la redondez de la tierra, para que de esta manera, traducidos a distintos idiomas, sean conocidos en todas las lenguas.

Deseo que se me haga un entierro solemne y que todos los escritores y artistas me guarden luto durante cinco años; deseo que se me ofrenden coronas con sentidas y cariñosas dedicatorias y que aquellos a quienes pude ofender den al olvido mis agravios y tomen parte en la ceremonia.

Deseo que la prensa de todo el mundo publique retratos míos y la noticia de mi muerte con enormes titulares: HA MUERTO ARMANDO BUSCARINI.

Deseo que ante mi cadáver desfile toda clase de gentes, lo mismo potentados que obreros, y que los niños depositen flores; deseo que los periodistas desfilen ante mí y que algún escultor famoso saque la mascarilla de mi rostro y el vaciado de la mano derecha, que pudo crear tantas obras inmortales.

Deseo que Serafín Álvarez Quintero pronuncie un discurso y que Alfonso Hernández Catá hable de mis obras; deseo que el embalsamamiento y que la casa de Prensa Gráfica coloque en sus balcones, durante un mes, una bandera negra.
Deseo que mi cadáver vaya envuelto en la bandera española, puesto que yo fui siempre un gran patriota, y deseo, además, que se me digan inmensidad de misas para la completa salvación de mi alma, ya que el hombre, como tal, fue bastante pecador.
Valladolid, 20 de mayo de 1930, en el Manicomio Provincial.


Armando Buscarini.

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