Miré la botella de orujo
de un pueblo de Cuenca,
llamado La Frontera.
El camarero
que me ofrecía el chupito,
asentía con la cabeza,
pruébelo me dijo,
y verá como no desmerece a ninguno de esos que se venden con tan buena prensa.
Lo probé
y al instante noté su presencia,
bajó como un rayo
que no cesaba,
y en ello, no obstante estaba, esa su gloría eterna.
Bueno está, contesté,
afrutado
y al mismo tiempo fuerte
como la cepa
en la cual creció la uva
y en la cual maduró entre calores y alguna que otra tormenta.
En el Restaurante de Alarcón
donde tuve esta grata sensación mística
había una gran cristalera,
balcón voladizo
sobre un precipicio con grandes peñas
y al otro lado se veía un rebaño de ovejas.
Otro dije,
y el camarero volvió a su tarea,
le agrada, me dijo,
me encantan las ovejas, le contesté.
Duro es el trabajo de los pastores,
mi abuelo trajinaba por estas sierras,
siempre con el morral a cuestas,
su casa era un cubo
y mi abuela su parienta,
solo la veía para cuando se procreaban a los hijos
en los otoños,
en camastros de paja, de tela de saco las fundas,
para cuando las ovejas descansaban en las parideras.
Autor: Jose Vicente Navarro Rubio
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