domingo, 14 de agosto de 2016

POESÍA: FEDERICO GARCIA LORCA EN LA HORA DE SU MUERTE

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El País traía,  
ayer día 13, 
el asesinato con  alevosía
de un poeta, casi alambre,
hasta en Nueva York su muerte dolió,
reunión de brujos, aquelarre,
cuernos de cabras
pócima
y café caliente
en una noche.

En los poemas de Federico García Lorca 
yacen 
escondidas lágrimas de sangre,
rimas 
como relinchos de caballos salvajes
vomitando en las lineas,
versos de aguas calientes 
de las termas romanas 
de la Vía Apia,
de norte 
a sur, 
este 
a oeste
en todos los lugares,
puntos cardinales,
los versos cantan
sin odio a la muerte.

La muerte que no la vida
le quitaron al poeta
una manada de asesinos,
fieras con ese coraje
que solo las armas dan 
a quienes los ojos les rezuman sangre. 

Tomizas en la huerta
los tomates maduros murieron en sus ramas
fritos por dentro
por fuera tocados por manchas del color de la sangre,
ajos tiernos
todavía en la tierra sus cabezas 
rezando entre dientes
doblaron su tronco en señal de mala suerte.

Por el camino de los valientes
en una caja zurcida, 
a cuatro ruedas y un volante
iba
cantando su muerte.

Morir donde más le querían,
allí donde lo pario su madre
es de todas las muertes
la que más duele

Poeta como García Lorca
decía un joven
solo había uno
los otros
comían aparte.

Leía un joven sus escritos,
a esas horas
en que los gallos de la noche
anunciaban sobre las peñas de un camino
que allí yacía
el poeta y el maestro
y más gente
cada uno a lo suyo
entre capotazos y lecciones,
versos al aire
en las noches frías,
frías por allí son todas las noches,
bajo la luz de la luna,
un gato negro se retuerce,
dolor en sus entrañas,
sed y hambre
el gato maulla
como queriendo decir
yo soy el vigilante
que a todas horas del día
bajo el olivo
al lado de la fuente,
en el ribazo,
asiente
que los asesinos de estas buenas gentes
por aquí vivieron
y entre rezos y suplicas
a un Dios de madera sobrante
nunca perdonaron sus fechorías
y cobardemente
callaron para sus adentros
los crímenes 
con los cuales
saciaron su sed de lobos errantes.

Iban los secuaces 
de prado 
en prado,
de montaña 
en bosque,
de casa 
en casa
oliendo entre dientes
a las presas
 inocentes
para llevarla hasta allí
donde un gallo
de oro su pico
sus ojos
de perlas relucientes
canta desde entonces,
 cada mañana,
cante jondo,
con el cual aplacar el hambre
de quienes murieron
por ser tan solo inocentes

Autor: Jose Vte. Navarro Rubio






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