CASTILLOS Y TRADICIONES FEUDALES DE LA PENÍNSULA IBÉRICA TOMO I 1870
EL
CASTILLO DE GARCI-MUÑOZ. DEDICADO Á LA EXCELENTÍSIMA SEÑORA
Doña
Matilde Altuna de Nieulant. Marquesa de Gelo
AÚN no habían trascurrido dos años
cabales desde que el poderoso y altivo Marqués de Villena se reconciliara con
los Reyes de Castilla y Aragón, Don
Fernando y Doña Isabel, en la historia conocidos con el nombre de Católicos,
cuando, declarándose de nuevo en rebeldía, acudió al expediente de las armas para
mantener sus derechos, que conceptuaba menoscabados, y reclamar lanza en ristre
la justicia que, según él, se le negaba. Grande y honda perturbación produjo en
el reino castellano semejante suceso. Mal aquietados los ánimos desde la pasada
y sangrienta lucha; vivos en mucha parte los motivos de irritación que entonces
produjeron intestinas contiendas entre los magnates; falta la monarquía de
aquella organización robusta y de las condiciones morales necesarias para enfrenar,
no sólo las asechanzas de sus émulos, sino los naturales sacudimientos del
poder municipal y feudal, que la realeza aspiraba á destruir, bastó una sola
chispa para que el anterior y deplorable incendio se reprodujera.
Ni era aquella edad propicia á que desde
luego se escucharan, acatándose, los consejos de la razón , ni á los indómitos
señores, que el carácter de la reconquista habia levantado en cierto modo hasta
el nivel mismo del solio, podia exigirse que bajaran humildes la cabeza ante
las primeras amonestaciones de los reyes, á quienes sólo en determinado
concepto estimaban á ellos superiores. Y agravaba esta rebeldía la
circunstancia de que no siempre los ejecutores de los designios y mandatos
soberanos se limitaban á poner de su parte cuanto les fuese permitido para
obedecerlos. Antes atendiendo á satisfacer propias ambiciones y dar
satisfacción á resentimientos privados, no era difícil que los que, en nombre
del jefe del Estado, pretendían restablecer la alterada disciplina,
reivindicando los fueros de la Corona, se excedieran en mucho del círculo de
sus facultades, procediendo contra los rebeldes de modo y manera que, en vez de
atraerlos á la obediencia, se les obligaba á persistir en sus belicosos
intentos, librando á la violencia lo que debió ventilarse pacíficamente, cual
cumplía á hombres buenos y honrados caballeros.
Precisamente
el de Villena alegaba en la ocasión presente, razones de esta índole, cuando
quería justificar su actitud. Decia el Marqués que no habia sido su ánimo, ni
desconocer la autoridad de los príncipes, ni mucho menos ejecutar acto alguno
que pudiera redundar contra sus prerogativas y su imperio. Agradecido como les
estaba á la merced que le hicieran, perdonándolo, cuando terminó la anterior
guerra, si ahora habia vuelto á lanzarse al campo con sus gentes, era motivado
por la obligación en que se hallaba de defender los timbres de su alcurnia y
los bienes de su casa. Causaba, pues, la guerra, no el intento de ir contra los
Reyes, sino el propósito de rechazar al gobernador que habian mandado á su
marquesado y responder á las demasías que ese mismo ministro cometiera
asediando, sin causa alguna y sin mandato superior, su ciudad de Chinchilla;
todo lo cual era contrario á lo convenido entre los Reyes y Villena al recibirle
aquellos á su servicio.
fortaleza.
II.
Corria el año de 1499. Situados Don
Fernando y Doña Isabel en Guadalupe, dispusieron que el Duque de Villahermosa,
hermano bastardo del primero y capitán mayor de la gente de las hermandades,
tomara consigo suficiente número de escuderos y peones, y con ellos se
trasladase á los campos de Almorox y de Maqueda, á fin de tener á raya desde
allí á los secuaces del Marqués, que, apoyándose en la fuerte villa de
Escalona, corrían la tierra entregándose frecuentemente á todo linaje de
excesos y desafueros. Tenia el regimiento de esta fortaleza, como alcaide, el
hidalgo madrileño Juan de Lujan, y en el puesto de capitán á guerra figuraba un
hermano bastardo del Marqués, llamado D. Juan Pacheco, el cual disponiendo de
cuatrocientos jinetes y quinientos peones, solia molestar grandemente á los
contrarios.
Tocante al Marqués, ocupaba lo que se
decia el territorio del marquesado. Combatíanlo de frente dos capitanes reales,
Jorge Manrique y Pedro Ruiz de Alarcón, quienes solian acercarse con sus
huestes hasta los mismos muros del castillo de G-arci-Muñoz, donde el de
Villena tenia su acostumbrada residencia.
Mientras esto ocurria en el centro de
Castilla, Doña María Pacheco, condesa de Medellín y hermana del Marqués,
levantábase también en armas en Extremadura, amenazando á los reyes con aliarse
al monarca portugués si no accedían á las que ella calificaba de legítimas y
justas pretensiones. Era la rica-hembra de genio altivo y entera voluntad.
Viuda y avezada á las peripecias de las luchas civiles, habia comenzado por
aprisionar á su propio hijo con motivo de ciertas reyertas sobre la herencia
paterna. Empero, avenidos al cabo, dióle libertad después de cinco años de
encierro; y como los reyes no le otorgasen la encomienda de Mérida, á que decia
tener derecho siendo hija de D. Juan Pacheco, maestre de Santiago, declaróse en
rebelión, según acabamos de expresar. Segundaban á Doña María D. Alonso de
Monroy, clavero de Alcántara, otro descontento, y el rey de Portugal, que los
auxiliaba con hombres y recursos.
Respondió, pues, al alzamiento del
Marqués de Villena, que ensangrentaba los contornos de Toledo, el de las
comarcas de Medellín y Mérida: cruzaron los lusitanos la frontera, y unidos á
los insurrectos, dieron una terrible acometida á las tropas reales en Albuera,
señalándose grandes pérdidas por ambas partes.
Crecían en el entre tanto en el
marquesado los estragos de la guerra. No podían los pueblos permanecer
indiferentes. Cuando los realistas no los señoreaban, debíale á que los
rebeldes eran sus dueños. Sucedíanse los rebatos á las algaradas, y los pobres
pecheros experimentaban fieros daños en sus propiedades y personas.
Insistía el Marqués en que no era
responsable de tantos desastres, sino los oficiales de los reyes, que,
abroquelados en la inmunidad de la autoridad real, satisfacían en su persona
resentimientos antiguos y privadas venganzas. Así lo publicaba, y como
comprobación de sus asertos, envió, con el nombre de mediador, á donde los
reyes posaban, á D. Rodrigo de Castañeda, hidalgo de muchas prendas, á fin de
suplicarles que mandasen suspender las hostilidades y que le permitieran
exponer ante ellos sus querellas, seguro como estaba de su imparcialidad.
Acogieron los reyes con benevolencia al
parlamentario, y aun cuando manifestáronse enojados de que Villena hubiera
recurrido á tomarse la justicia por su mano, atentos á descubrir la verdad,
comisionaron hombres de pro que, depurando los hechos, se la pusieran de
manifiesto.
Parecía natural que, hallándose la contienda
en este medio, se aminorase la fuerza de los combatientes. Nada de eso. Llevado
de su ardimiento, el capitán Jorge Manrique empeñase en acometer y apoderarse
del castillo de Garci-Muñoz, intentando al efecto una sorpresa; pero sus
guardadores advierten á tiempo la aproximación del enemigo, y salen resueltos á
rechazarle. Trábase entre unos y otros tremenda función de guerra: Manrique
hace prodigios; sucumben ante su furia numerosos contrarios; mas en un momento
de verdadero enajenamiento, como su caballo le condujera á lo más recio del
combate, cae allí herido de muerte, y destrozado rinde la existencia,
salpicando con su sangre los muros de la fortaleza
III
La noche, más compasiva que los hombres,
puso término á la batalla.
Recogiéronse los unos al castillo, desde
cuyas almenas el Marqués habia contemplado la lucha.
Retiráronse los otros á las villas
circunvecinas, llevando consigo no pocos prisioneros y el mutilado cadáver de
su adalid.
Pedia la soberbia de los capitanes
reales una cruel venganza, y no hallaron otra más legítima que el arrancar la
vida á los prisioneros. Sin respetar los derechos del vencido; sin tener para
nada presentes los santos fueros de la humanidad, y hasta las mismas reglas de
la Caballería, aquellos guerreros, llevados de su ira y de su amor propio ,
acordaron por propio arbitrio enforcar á seis de los prisioneros, pretextando
que, tratándose de sediciosos, no habia lugar á respetarles las vidas, no
embargante el vencimiento.
Ejecutóse la arbitraria sentencia, sin
que fueran parte á evitarla ni los consejos de los más sensatos , ni el fundado
argumento de los que se oponian afirmando que los reyes no les concedieron
poder para tanto. Cundió la fatal noticia por campos y poblaciones, produciendo
inexplicable efecto de indignación y enojo. Lejos de aquietarse los ánimos con
tan bárbaro castigo, encendiéronse de nuevo, reclamando terribles represalias,
y tan torpe providencia demostró que el rigor desusado y el ensañamiento no
traen, ni con mucho, la moderación y suavidad que se pide á los revoltosos.
Ante el extraño y triste acaecimiento,
los más allegados al de Villena exigieron que se respondiese con idéntica
dureza. La impericia y la soberbia de los capitanes reales, con su desmedido
orgullo , habian dado proporciones desmesuradas al conflicto, convirtiéndolo en
una guerra sin tregua ni cuartel.
Llegaron las quejas á oidos del Marqués,
y comprendió que no era cuerdo el desoirías, si bien, consecuente con el
sistema á que se atenia, encaminado, al parecer, á pelear cuando se le incitaba
á ello, manteniéndose á la defensiva mientras no se le provocaba, declinó en
sus capitanes la facultad de tomar las providencias que el suceso requeria.
Apoyados en esta autorización, los capitanes de Villena hicieron salir al campo
á sus hombres de armas, quienes sin gran esfuerzo toparon con las fuerzas
reales. Suscitóse ligera escaramuza, y aquellos consiguieron apoderarse de
varios escuderos y peones, con los cuales dieron la vuelta al castillo de
Garci-Muñoz.
No es difícil adivinar lo que debia
acontecer. Pidieron los rebeldes á Juan Berrio que enforcase tantos realistas
corno sublevados habian sido sacrificados por los capitanes. Y la demanda se
acentuaba con tono y ademanes tan imperiosos, que los irritados mesnaderos
mostrábanse resueltos á vengarse por sí mismos si es que se dilataba el
satisfacerlos.
En tan apretado trance, dispuso Berrio
que entre los cautivos se echase á suerte quiénes habian de ser las víctimas
expiatorias del atentado cometido. No quería el capitán cargar su conciencia
designando á los que debían pagar culpas ajenas, ni le parecía tampoco
razonable dejar que la muchedumbre, ciega y apasionada, designase por sí misma
los condenados.
IV.
• Era una tarde del caloroso estío. Las
cercanías de la fortaleza, lejos de ofrecer el agradable espectáculo de campos
cubiertos de doradas mieses que el labrador recoge solícito, presentaba el
cuadro de la devastación y del estrago. Habían sido destruidas las cosechas,
incendiados los montes y destrozadas las moradas. La paz y el trabajo huian asustados
de aquel territorio, frecuentado únicamente por el espía, atento á delatar las
marchas y movimientos de los contrarios.
Aislado de todo comercio con el
exterior, como mudo testigo de tanto desastre, alzábase en el centro de aquel
enojoso panorama el castillo de Garci-Muñoz. Preparado contra toda sorpresa,
hallábase limpia de maleza su honda cava, izado el puente levadizo, artilladas
sus lombardas.
Flotaba enhiesto en la torre del
Homenaje el pendón guerrero de los Pachecos, y no muy lejos veíase el enrejado
cesto donde se encendía la almenara. Repartidos los centinelas
convenientemente, vigilaban unos el exterior tras de las angostas saetías,
mientras otros cuidaban de los prisioneros.
Notóse de repente inusitado movimiento
en los grupos que frecuentaban el patio principal de la fortaleza: habia
anunciado el agudo tañido de una bocina que el alcaide se disponía á salir de
su estancia. Presentóse éste, con efecto, de allí á poco, anunciando que
inmediatamente iba á procederse al funesto sorteo. Formáronse los soldados en
dos filas, y los prisioneros fueron atraídos de las mazmorras, acercándolos á
un tajo, donde en un bacinete se contenia cierto número de dados.
Cuenta la tradición, y las crónicas
confirman, que entre los míseros escuderos á quienes la suerte volvió la
espalda, figuraba uno natural y vecino de Villanueva de la Jara, aldea de
Alarcón. Hombre pacífico, hacendado, con mujer é hijos, habíase visto
constreñido á tomar las armas contra su inclinación y contra su gusto. No por
esto mostróse por debajo de lo que el trance requeria. Armado de un valor y de
una resignación que hacian más simpático su infortunio, disponíase á morir como
bueno, cuando la infausta nueva llega hasta un hermano suyo, de menor edad,
mozo, prisionero como él, y á quien, favorable el destino , habían vuelto á
encerrar en su calabozo.
Pide el mancebo con todo encarecimiento
que le conduzcan á donde se halla su hermano, y en llegando á su presencia,
estréchale fuertemente entre sus brazos, afirmando que de ningún modo consentirá
en que sucumba.
Responde el hermano mayor á aquellos
trasportes de cariño con muestras de acendrado afecto, y calcula que llegarán á
calmarse; mas pronto advierte que la resolución de su hermano es decisiva. —
«Nó, no moriréis, dice el mozo; no moriréis,
hermano mío. Yo he de morir por vos, porque no podria sufrir la pena que habría
en vuestra muerte y en carecer de vuestra vista.»
Intenta tranquilizarle el escudero,
pidiéndole respete y se conforme con el fallo de la suerte. «No plegué á Dios,
le dice, que padezcáis por mí. Quiero yo sufrir resignado esta muerte, pues á
Dios plugo que muriese de esta manera. Y no es razón que vos, que sois más
mozo, que aun tenéis grandes alientos y conserváis frescas las esperanzas; vos,
que no gozasteis de los dones de esta vida, vayáis á fenecer en tan tierna
edad. Tranquilizaos, pues, hermano querido, repite el escudero, y servid de
amparo y sostén á mi desventurada mujer y á mis hijos.»
Enterneciéronse los circunstantes, y por
un momento escuchan los impulsos del sentimiento , que sufrían las fortalezas y
pueblos del Marqués, y el castillo de Garci-Muñoz, donde ni un solo día habia
dejado de ondear victorioso su estandarte, abatió su puente levadiza para que
salieran de sus aprisionamientos cuantos habian sido retenidos en rehenes desde
el principio de la lucha.
Abandonaron los presos sus mazmorras
contentos y alborozados. Eran otros tantos Lázaros que resucitaban al amor de
sus desconsoladas familias. Despedíanse los libertos con señales de júbilo de
los seculares muros donde creyeron debia labrarse su sepultura, y las alegrías
presentes pusieron en olvido las pasadas desventuras.
En medio de tantos plácemes, alguno
habia que triste, demacrado y macilento, cruzaba el abovedado ingreso del
castillo con las lágrimas en los ojos, la cabeza sobre el pecho reclinada, las
manos caídas, en ademan de hondo é inextinguible desconsuelo. Era el escudero
de Villanueva de la Jara, que volvía á su hogar con las ansias de la muerte.
¡Allí quedaban los tristes despojos de su mísero hermano, la sombra querida de
su noble salvador! Por eso cuantos le vieron pasar sin serle permitido contener
los sollozos, comprendieron y respetaron su dolor.
El tajo del verdugo era para aquella
oscura familia un padrón de altísima honra, y la posteridad agradecida saludará
con respeto la memoria de aquel héroe olvidado, cuya fama vivirá imperecedera
mientras haya corazones que se sientan movidos ante los hechos grandes y las
acciones generosas
V.
Bástale al castillo de Garci-Muñoz este
interesante episodio de nuestras discordias civiles para que su nombre goce en
adelante de la consideración que hasta ahora no se le habia otorgado. Poco
importa que las mudanzas de la fortuna lo convirtieran en triste hacinamiento
de informes ruinas: Si ya no desafía robusto la furia del cierzo; si el viajero
no emprende ruda caminata para visitar sus primorosas estancias ; si sobre sus
escombros extendió la naturaleza un manto de verde musgo, la fantasía se lo
representará siempre como recio padrón de la altivez de nuestros grandes, como
monumento eterno de un suceso digno de mención y remembranza.
Son los castillos páginas de piedra
donde se hallan escritas las premáticas de nuestra raza: son testimonios
elocuentes del antiguo valor, son los restos que hasta nosotros llegaron de una
doble lucha : lucha de nuestros mayores contra el poder islamita, lucha de la
gente noble contra la realeza. Durante la primera, cada castillo que se levanta
es un nuevo empuje de la ola que se llama reconquista; durante la segunda, cada
fortaleza que sucumbe, cada foso que es cegado, cada muro que se arrasa, es una
nueva invasion del poder real, un nuevo- paso hacia el despotismo del monarca.
Representan los castillos lo más castizo, propio, fundamental y antiguo del
pueblo castellano; la tierra misma que disputan palmo á palmo nuestros padres
denomínase Castilla, tomando su nombre de las atalayas que la cubren en todas
direcciones. Apegados á cada contrafuerte, unidos ácada almena, existen los
fueros conquistados con la lanza ó con la espada ; son los castillos otros
tantos títulos que confirman la division de la soberanía. No han sido los reyes
los que han arrojado á los muslimes primero de los contornos de Asturias,
después del reino de Leon, más adelante de las vertientes orientales del
Guadarrama, andando el tiempo del otro lado del Muradal, y definitivamente de
su último refugio que se llama Granada. Han sido los pueblos personificados en
sus guerreros, en sus mesnadas, en sus milicias, en sus consejos. Del fondo de
las muchedumbres salieron los héroes, condecorados con títulos nobiliarios,
emblema y premio de sus proezas. Del fondo de los pueblos proceden esos
soberanos tenaces é indómitos que disputan su soberanía al monarca.
Y hé aquí por qué cuando la monarquía se
siente fuerte inicia una lucha monstruosa y sangrienta contra los nobles; hé
aquí por qué se afana en destruir y arrasar castillos; Fernando de Aragón é
Isabel de Castilla comienzan la cruzada; Carlos V y Felipe II la continúan ; el
nieto de Luis XIV, Felipe V, dióla por terminada. El hierro y el fuego en una
parte, el cadalso en otra; aquí el halago, allí la astucia; de toda clase de
armas se sirve el trono para llevar á cabo su empresa. Como tantos otros, el
castillo de Garci-Muñoz era una protesta contra la invasion agarena y contra la
invasion real. Triunfó de la primera, sucumbió en aras de la segunda.
¿Quién se preocupa ya de esos
ennegrecidos paredones, por ante los cuales cruza rápido é indiferente el
viajero muellemente recostado sobre los divanes del ferro-carril? ¿Quién tiene
un recuerdo de simpatía para esos mudos testigos de pasadas glorias, que vieron
lucir otras ideas y otras grandezas? Y sin embargo, ellos engendraron los
elementos de la nacionalidad, de ellos brotó la patria, y sobre ellos se
afirmaria nuestro carácter y los timbres que llevaron victorioso el nombre
español á todos los extremos de la tierra.
Por eso nosotros que, ardientes
propagadores de las ideas modernas, queremos avanzar llevando en nuestras manos
la enseña de lo porvenir, tenemos también sentimientos de cariñosa simpatía
para esos restos despedazados del edificio que un dia albergó á nuestros
abuelos; por eso mismo recogemos el rasgo más brillante de la historia del
castillo de Garci-Muñoz para trasmitirlo á las generaciones futuras,
otorgándole puesto distinguido en esta galería. FRANCISCO M. TUBINO
RECOPILACIÓN: JOSE VICENTE NAVARRO RUBIO
RECOPILACIÓN: JOSE VICENTE NAVARRO RUBIO
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